domingo, 20 de septiembre de 2009

Adivinanza en fuga

Éste pequeño texto, que se encuentra casi al final de la publicación de Ficciones, es una muestra del juego que se puede realizar con los claroscuros de las descripciones: en él, Borges, se dedica a caracterizar una secta muy singular y milenaria, que posee como única distinción un ritual que es, a la vez, sagrado y trivial.
El autor comienza el relato de una manera enciclopédica, dándole un carácter formal y, en principio, precisable al secreto con el que va a jugar. Avanza a través de una serie de discusiones filológicas, y principia el doble movimiento de ocultar mostrando: la secta es llamada de una manera que sus propios integrantes no reconocen; el origen del nombre de la secta es posterior y ajeno a quienes la integran. Aparecen citas de autoridades que hacen desaparecer el momento exacto en que surge el misterioso culto.
Luego describe aquello que une a los miembros, apartándolos de los rasgos comunes de todas las religiones: no tienen nacionalidad, no tienen características étnica ni lengua en común; tampoco tienen una historia, una leyenda o un mito cosmgónico (aunque sugiere que en algún momento los hubo); por fin, no tienen enemigos doctrinales, pues la versatilidad de sus miembros ha hecho que se encuentren dispersos entre las filas de todos los bandos. A tal punto están indeterminados los miembros, ya bastante diferenciados, que sólo guardan la tradición de una liturgia que puede representar un castigo, un pacto, o un privilegio, según la versión del practicante.
Al pasar a las distinciones de iglesias, templos o lugares consagrados al milenario ritual, vuelve a alejar su objeto, a partir de describirlo: no hay templos; ningún lugar sagrado está consagrado a la práctica. Cualquier lugar es válido y, cuanto menos fastuoso, mejor. Los iniciadores tampoco escapan al doble juego: Borges elige que sean las personas menos favorecidas de la sociedad, o los niños, quienes se encarguen de los oficios.
En éste punto el autor ya ha revelado que la única unión entre los miembros de la particular secta es el ritual iniciático: nada los diferencia, salvo haber sido iniciados y el hecho de guardar el secreto de cómo iniciar a otros. Aquí comienza una nueva serie de paradojas: no tienen lenguaje propio, pero todo lenguaje hace alusión al ritual secreto (que es, a su vez, el secreto); el secreto es sagrado, pero también es confesamente ridículo y, sin embrago, no se abandona su culto; hay iniciados que no se sienten con el valor de llevar a cabo el ritual y son menospreciados por los demás, pero, maliciosamente agregado por el autor, éstos cobardes se menosprecian aún más; se tiene en mucha estima a los fieles que abandonan el culto, pero logran entrar en un contacto directo con la divinidad; y, por último, pero no menos importante, Borges, agrega (casi al pasar) que el secreto (que es a su vez el ritual) se ha vuelto instintivo en los fieles.
Así da fin al juego de ocultar describiendo. La naturaleza ambigua de la obra anula preguntas implícitas, del tipo: ¿cómo es posible que el iniciador reconozca al descendiente de un iniciado?, o ¿cuán extensa es la secta?
De todos modos, el autor, en el prólogo a la segunda parte de Ficciones, revela una pequeña pista para desentrañar el secreto del ritual: es un hecho común. El libro no es sino un gran círculo, que da vueltas escondiendo ese ritual iniciático (único secreto que posee para ocultar esa secta en la cual se entra) a través de delimitarlo y describirlo. Y ese círculo se cierra cuando pensamos que la práctica secreta es, justamente, transmitir un secreto.

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