domingo, 25 de octubre de 2009

A modo de prólogo:

Quizá resulte un poco obvio, pero la verdadera gracia del relato es que el mismo es una psita que debería guiar al lector hacia otro relato (de otra persona, por supuesto) que es el tramposo pasado de éste... Toda la estructura fue deliberadamente pensada para intentar llegar a ese objetivo

Compás y Armonía

En una ciudad apática y brumosa tuvo lugar un congreso internacional de física y matemática. Los detalles del mismo son inciertos, pero fue de público conocimiento que se reunían eminencias de esos campos para discutir las implicaciones científicas de diversas geometrías no euclidianas (en todas sus versiones niegan la diáfana intuición que afirma que dos rectas paralelas, prolongadas al infinito, jamás podrán tocarse). Sin embargo, la atención popular no versó específicamente sobre el Congreso, sino sobre los acontecimientos que se erigieron a su alrededor.
Muchas y muy variadas versiones circularon sobre los hechos que, sin embargo, se prolongaron por un lapso breve de tiempo. La más novelesca y (tal vez por ello) la más llamativa de las hipótesis afirmaba que alguna secta dedicada a estudios gnósticos era la responsable de un grupo de crímenes. Como buena verosimilitud era suficientemente vaga para adaptarse a diversas circunstancias: el autor material de las muertes era "la secta"; el móvil era evitar que se difunda una doctrina que afecte sus creencias y las víctimas eran científicos, en su mayoría...
La posibilidad de que un ser humano halle la secreta [i]lógica de cualquier serie de sucesos es escasa. En cambio, suele acontecer que una interpretación verosímil de la realidad lo lleve lo suficientemente lejos como para entenderla a su imagen y semejanza (ya Fitche lo sostuvo con mucha claridad). Éste último caso puede convertir a ese ser humano en alguien extremadamente interesante, pero igualmente inútil (sobre todo, si debe interactuar profundamente con esa realidad que interpreta). Esa era la situación de Terri Önklon, renombrado por su capacidad deductiva y sus logros en criminalística. En particular, prestaba esporádica (y no por ello poco eficaz) ayuda al jefe del departamento de policía, Nuri Sarvet. Éste último era ajeno al gusto por la especulación, y prefería guiarse por una psicología más rudimentaria.
No obstante, Terri era una fuente de un enorme respeto, pues tenía en su haber una lista notable en cantidad y calidad de individuos atrapados. El más destacado quizá fuese Scar D`Ehlarch, quien estaba a cargo de una banda internacional. De todos modos, D`Ehlarch quedó libre de la cárcel por falta de cargos, pero no de un odio insoportable contra el detective Önklon, su antagonista.
Para hacernos una idea un poco más detallada del caso, comenzaré por mencionar que el Congreso se iniciaba a principios del mes de Abril. El primer homicidio tuvo lugar en un hotel, a la hora exacta de una noche ambigua, y la víctima fue un geómetra húngaro llamado Gÿorgy Zimermann. Sus copiosas investigaciones estaban dirigidas a calcular la cantidad de veces que unas paralelas debían tocarse en sucesivas trayectorias de un universo cuya curvatura era constante. Al igual que Einstein, dudaba de la infinitud del universo y se obstinaba en demostrar su convicción "more geométrico".
Cuando Sarvet y Önklon llegaron a la escena del crimen, los invadió la sensación de que el lujo del hotel se contraponía al del barrio que lo circundaba. Subieron unas escaleras amplias de madera y se dirigieron a la habitación. Una vez en el cuarto que fuera del muerto, ambos notaron que no había rastros de combate o resistencia y que, además de una ventana abierta, quedaba por pista un difuso casquillo sobre la alfombra. Sin embargo, sacaron conjeturas disímiles al respecto. Por su lado, Nuri Sarvet supuso que el azar intervino y que la muerte era producto de un ladrón vulgar que, viendo la ventana abierta y la luz apagada, se trepó al cuarto para probar suerte. Encontrándose con el ocupante, le disparó por temor y desconcierto, y huyó advertido por el ruido de su propia arma. En cambio, Terri Önklon conjeturó que la ventana abierta era una pista falsa; que el arma fue disparada sin silenciador buscando la rápida publicidad del hecho y que la casualidad no podía caer ciegamente sobre uno de los más renombrados científicos asistentes. Su argumento se apoyaba en que el Congreso fuera difamado en varias cartas de lectores enviadas a los diarios, durante el transcurso de la última semana. Además, un libro de Zimermann, que versaba sobre sus demostraciones para – geométricas yacía vilmente pisoteado.
Nuri Sarvet, enervado por la imaginación volcada en la hipótesis, le dijo que forzaba los hechos y que no tenía pruebas para ninguna de sus afirmaciones; mas como él tampoco las tuviera mejores para las suyas, se vio en la necesidad de aceptar que uno orientase su investigación del modo que juzgara más apropiado. Por lo tanto, luego de separarse de Sarvet, Terri Önklon decidió sumergirse en el estudio de algunos textos de Euclides y del contexto del pensamiento griego del siglo V a. C. El periodismo seguía con parafernalia cada una de las dos investigaciones y, cuando le preguntaron socarronamente a Önklon cómo avanzaba su investigación, éste se limitó a contestar que se sentía como Aquiles contra la Torutga....
Tal respuesta permitió a la prensa burlarse por un tiempo; sin embargo, a los ocho días de la muerte de Zimermann se registró la muerte de Thomas Edelwisse. En esta ocasión la víctima fue un físico alemán que desarrollaba una teoría sobre la reproducción de las condiciones de un viaje a la velocidad de la luz. Este nuevo homicidio tuvo lugar a unos ocho kilómetros al sur del hotel donde ocurrió la primera muerte, y todo parecía indicar que Edelwisse corrió con la misma suerte que su colega. Nuevamente, la escena del crimen dejaba pocos rastros del culpable. Sólo se pudo afirmar que el Herrn Thomas fue a dar un paseo nocturno y que, a las once de la noche fue atacado. El móvil parecía ser robo simple, aunque (al igual que en el caso anterior) no había signos de que se hubiese concretado. La única novedad que presentó este segundo hecho fue una letra "B" pintada en la pared sobre la que hallaron el cuerpo.
Nuri Sarvet y Terri Önklon volvieron a encontrarse ante aquel segundo cadáver y también volvieron a discrepar sobre cómo se llevaban adelante las hipótesis que construyeron. Aunque en estas circunstancias Önklon llevaba la ventaja, pues sus suposiciones podían dar cuenta de la extraña pintada en forma de "B" que coronaba el suceso. Y si bien Sarvet se hallaba desorientado, tomó la decisión de negarse a aceptar que su investigación se convirtiera en un cuento policial... Toda la puesta determinó a Terri Önklon a retirarse pronto de la escena del crimen, para continuar leyendo geometría vieja y filosofía eleata, esperando una nueva pista.
Las novedades no tardaron en llegar, pues a los cuatro días del segundo homicidio se produjo una nueva noticia: en un punto del mapa, que un observador atento juzgaría equidistante entre los sitios en que tuvieron lugar las muertes anteriores, fue hallado un tercer cuerpo. Ahora se trataba de Frank Natchegall, un matemático danés cuya principal preocupación era desarrollar un sistema de cálculo diferencial que le permitiese resolver el problema que dejara planteado Zimermann. Como el asesinato fue durante el día, resultó mucho más sorprendente para la policía local. De acuerdo con los testimonios de testigos oculares, Natchegall salía de un museo local y fue atacado por dos individuos que llevaban sendos sobretodos negros. No parecían dispuestos a robarle, porque sólo le hicieron unas preguntas antes de efectuar los disparos. Algún curioso señaló que ambos sujetos tenían la insignia de una cruz con un círculo cerrándola. Ninguno de los testigos se puso de acuerdo en el horario, que abarcó casi cualquiera de las posibilidades entre las once de la mañana y las doce del mediodía.
En éste caso, Sarvet se vio solo en la escena del crimen (Önklon jamás apareció); estaba molesto porque el otro tuviera razón que por el nuevo atentado, y más desconcertado aún, ante la idea de que Terri Önklon no se hubiera presentado. Si bien Nuri Sarvet conocía las excentricidades de aquel, no creía que fuera posible descifrar los homicidios por medio de la lectura. Por lo tanto, decidió enviarle a su colega todos los resultados obtenidos por escrito, y una extraña carta que encontraron en el bolsillo del muerto. La misma contenía un compás viejo, que se retraía por mitades, y un plano que mostraba una línea dividida en dos segmentos iguales. Los segmentos eran "A – C" y "C – B" y, junto al punto "C", estaba escrita la siguiente consigna:
"Otros tres sacrificios para que la humanidad comprenda."
La policía seguía a varios sospechosos, pero a ninguno lograron atribuirle relaciones con los homicidios. Desde el principio de las pesquisas Terri Önklon sugirió que se descarte a la banda de D`Ehlarch (la más notoria que podría operar en la ciudad), porque no se dedicaban a realizar ese tipo de ataques. Sarvet pensaba que el problema estaba resuelto, y que los homicidios dejarían de ocurrir (aunque se vería en la obligación de continuar con las investigaciones, no tendría más presiones por anticipar movimientos misteriosamente conjugados). Mas en ningún momento tuvo la oportunidad de compartir sus apreciaciones con Önklon.
Este último tomó una determinación que muchos juzgaron increíble: simplemente, se fue sin previo aviso. A partir de ese momento, el relato se convierte en una sucesión de verosimilitudes. El mismo día que Terri Önklon recibió la nota, alquiló un cuarto en una pensión (tomó la precaución de elegir un nombre falso). Las únicas prendas que llevaba consigo eran los libros que estuvo leyendo y, durante los dos días siguientes, llevó una vida de eremita: apenas se lo veía para comer, y en horas muy poco frecuentes. Antes del inicio de ese segundo día, y sin que nadie lo viese, salió de su cuarto y se fue a esperar en la azotea del edificio. Permaneció quieto por un tiempo que los relojes no marcaron, hasta que sintió el sonido de la puerta que se abría. Sin sorpresa vio aparecer a Scar D`Ehlarch y a otros dos hombres anónimos. Aquel murmuró algo que parecían indicaciones y éstos se retiraron.
Terri Önklon estuvo oculto el escaso tiempo que duró el diálogo entre los tres hombres. Una vez que D`Ehlarch quedó solo, empezó a dirigirse hacia el centro de la terraza, pero Önklon le salió al encuentro cerrándole el paso, mientras lo apuntaba. Lo próximo que hizo fue esposar al hombre que ya una vez atrapó, asegurándose de que no podría escapar, y trabar la puerta para evitar cualquier tipo de acceso.
La mirada de Scar D`Ehlarch estaba febril por la ira, pero sus palabras rompieron mansamente el silencio:
Önklon, este encuentro no parece tener nada de fortuito; aún así, no tienes pruebas ni puedes causarme...
Terri Önklon lo miró tranquilamente y contestó:
Las pruebas sólo serían circunstancias materiales que no cambiarán el duelo en el que nos hallamos. La lucha es supra – temporal, y excede el marco de nuestras vidas... Platón sostuvo que quien lograra elegir el camino de la filosofía en tres encarnaciones sucesivas, se salvaría del retorno al mundo de la corrupción y del devenir. Nosotros hemos elegido los mismos papeles y, por ello, nos encontramos en las mismas condiciones...
D`Ehlarch comprendió que su antagonista estaba un paso por delante de sus conjeturas y se limitó a continuar el diálogo (y, más que diálogo, razonamiento):
Veo que anticipaste muy elegantemente el movimiento: propusiste una hipótesis verosímil pero compleja, y jugaste a creerla. Sabías que, apenas entrara en conocimiento, urdiría un plan con una trampa que reflejara la paradoja de Zenón (aquella que pretendía mostrar la imposibilidad del movimiento en un espacio infinitamente divisible).
Esperaste el segundo ataque y, una vez que sucedió, ya habías anticipado el tercero e incluso este cuanto ataque. En ésta ocasión, el laberinto me atrapó a mí...
Cuando Sacar D`Ehlarach terminó de hablar, Terri Önklon se sintió presa de una terrible fatiga, y le sobrevino el súbito deseo de terminar con todo. Por ello, prosiguió:
Entonces, sólo resta determinar el sitio que defina y que cierre nuestros destinos en el ciclo de las existencias. Para ello propongo un tercer enigma que fatigó a muchos comentadores: el último encuentro de la serie deberá ser en un círculo cuyo centro está en todas partes y su circunferencia sea imposible, por no hallarse en ninguna.
Así se hará – respondió D`Ehlarch -; cuando volvamos a enfrentarnos, será en aquella figura mística que ha encantado a sacerdotes y lingüistas por igual.
Acabada la conversación, Terri Önklon retrocedió unos pasos, apuntó cuidadosamente y, por respeto (quizás amor) al Retorno, se disparó.

domingo, 18 de octubre de 2009

Petit Mort - Sin Nombre/ Sin Título

¿Cuándo dejarás de atormentarme
con tus infinitos y cíclicos nacimientos?
¿Alguna vez me darás el consuelo
de verla bailar, libre, sobre el polvo de tus vueltas?
Veo a tus lejanas antigüedades caminar hacia mí;
en cada acercamiento la presiento cada vez más,
pero se me escapa entre suspiros descompasados.
Suelo olvidarla cuando se aleja demasiado
y me pregunto si ella huye de mí, o yo de ella.
Así todo prefiero seguir, pues la presiento a cada paso,
en cada esquina.
Un momento de tus irreales divisiones contemplé su rostro;
aunque supe que esa cara no era para mí,
intuía que regresaría, ella misma, eternamente diferente, a mostrarme.
Fue de ese modo como entendí el mensaje:
Que sólo, yo solo, en ese momento (tan otro, tan el mismo)
la vería y no la vería venir;
que no la conocería, porque la reconocería.
He ahí, oh Tiempo, la sinrazón de mi pedido:
no me lleves a repetirlo por siempre, igual y cambiado...

domingo, 11 de octubre de 2009

El gato de Guillermo


La psicología sostiene que ciertos hechos de la infancia pueden resultar determinantes para el desarrollo ulterior de la vida afectiva de las personas. Considero que, sin dificultades, puede extenderse ese juicio a las ideas y a la vida intelectual y teórica. La prueba que puedo ofrecer se remonta al año 1779, en Stuttgart (ducado de Württemberg, al sudoeste de Alemania).
Una familia tradicional volvía de un paseo por las orillas del Neckar. Los padres proveían de familias acomodadas y relacionadas con el gobierno local (sus nombres no vienen al caso, y tampoco se mencionan en el diario que me ha permitido recopilar ésta historia). Los tres hijos (dos varones y una mujer) habían sido concebidos con una regularidad inverosílmilmente alemana. El mayor de ellos, Guillermo, tenía nueve años de edad y, en varias ocasiones, fue alabado por su buena conducta y su respeto por la autoridad de sus padres. Sin embargo, mientras volvían del paseo vio un gato echado en una ventana: ese fue el motivo de un deseo insistente, apremiante, sencillo, arbitrario. Como buen niño, continuó (también con intervalos inconscientemente regulares) pidiendo a sus padres que le compren la consabida mascota.
Una brumosa mañana de marzo de 1780, después de un plazo que en la infancia resulta inconmensurable con el tiempo de los relojes, los padres de Guillermo le presentaron a Johan; aquel que sería, de allí en más, su gato. La felicidad del niño fue tan grande como el tiempo que lo separaba de su ya remoto pedido. Probablemente, esto haya despertado celos en sus hermanos menores Cristina y Jorge (de seis y nueve años, respectivamente), pero el testimonio parcial del diario no lo hace constar. Con respecto a los motivos que los padres tuvieron para traer al felino, podemos deducir que nunca fueron tan llanos como para meramente complacer a alguno de sus hijos; a través de los testimonios del diario pude leer que, durante el indefinido intervalo entre el paseo y el regalo, unas ratas se tomaron la libertad de establecerse en la casa paterna. Estos pequeños roedores crecieron con la premura que les es usual.
El felino no contaba con atributos excepcionales: pelaje gris, con sutiles rayas negruzcas; ojos levemente amarillos; unos cincuenta centímetros de largo y la plasticidad majestuosa de todos los representantes de su especie. Era un gato común y corriente, que podía ser cualquier gato o todos los gatos. Pero para Guillermo era, sencillamente, su mascota. Sin tener en cuenta la universalidad de su condición, Johan se dedicó a cazar ratones, tal como su instinto lo indicaba, mientras el pequeño contemplaba extasiado esas proezas. Sin embargo, algo muy singular le ocurrió a la mente del niño a lo largo de éstas sucesivas observaciones, ya que empezó a imaginar una relación muy particular entre su gato y las ratas. Éstas eran tan iguales entre sí, se repetían tan similarmente, que cualquiera de ellas podía ser cualquiera de las otras o todas las ratas...
De allí surgió un incipiente idealismo: su gato, cualquier gato, todos los gatos, "El gato", sólo se realizaba como tal cazando una rata, cualquier rata, todas las ratas, "La rata". Por lo tanto, esas pequeñas corridas de un micro universo casero y familiar se habían convertido (o se estaban convirtiendo) en una especulación sobre la naturaleza metafísica de la realidad y el conocimiento: "El gato" sólo podía realizarse como tal al cazar a "La rata"; a su vez, "La rata" sólo podía realizarse como tal al huir (para vivir) de "El gato". Entonces, en toda relación entre dos Sujetos, éstos se realizan a través de una dialéctica de la interacción; y, si por ventura, Uno de ellos llegara a agotar al Otro, la realización quedaría trunca, pues no habría con Quien medir dicha realización.
Hasta aquí llega la parte del diario de Guillermo, un niño que en ese momento tenía nueve años, en que se explica cómo es que él había entendido que funcionaba el mundo que lo rodeaba. Corresponde aclarar que el idealismo absoluto surgiría a principios del próximo siglo... De ésta anécdota me surgen dos preguntas: ¿Tan singular modo de pensar el Universo no se relaciona con un particular modo de entender la relación (harto discutida por los medievales) entre "lo Uno" y "lo Múltiple"? y ¿Cuánto tiempo habrá acompañado ésta interpretación al joven Guillermo a lo largo de su vida?

domingo, 4 de octubre de 2009

Acto Reflejo

Se levantó esa mañana, como todas las mañanas desde que consiguiera aquel empleo en el despacho, y empezó a prepararse el desayuno. Usualmente, y desde hace un par de años, se limitaba a tomar un café negro, sentado a una mesa sencilla y leyendo el diario. Era un muchacho joven, ni feo, ni bien parecido, que había terminado la carrera de contaduría precozmente. Pasó por delante de un espejo, que adornaba su pared, y se vio con una nebulosa sombra de barba. Entró en el tocador, se dio un baño, se afeitó y se vistió, apurado como siempre, para estar cinco minutos antes que su jefe, demostrando su intachable puntualidad. Después partió hacia el estudio, vestido con su traje azul, ya medio gastado, y su portafolio de cuero negro, regalo de graduación. Tomose un taxi y, durante los quince minutos que duró el viaje, el conductor y la radio le horadaron la cabeza con el problema de la inseguridad y los cortes de calle.
Al fin en el estudio, y luego de haber sido felicitado por su jefe, ya, un infinito número de veces, empezó su labor de todos los días. Abrazó las cuentas de la empresa con su usual parsimonia y trabajó, sin prisa, pero sin pausa, hasta la hora del almuerzo.
Era lunes. Así que se fue al bar de la esquina y ordenó, como todos los lunes un pedazo de tarta y una gaseosa. En lo que duró el almuerzo (algo así como media hora), el noticiero repasó uno por uno los crímenes cometidos hasta ese momento. Ernesto lo escuchaba con displicencia. Terminado el almuerzo, se vuelve al estudio, demorando los cuarenta minutos reglamentarios, y retorna a su numérica tarea. Llegada la hora de volverse a casa, saluda a todos y parte, tres minutos después que su jefe. La vuelta, también en taxi, es igual que la ida: otro taxista, junto con la radio, departen lecciones sobre el estado actual del país.
Una vez que arriba a su casa, y libre de las no muchas tensiones de su trabajo, se dispone relajarse viendo un poco de televisión. Para matar el tiempo, y como cualquiera que no sabe qué ver, pone el noticiero. Nuevamente ve más inseguridad, más crímenes, más reclamos, más aumentos, en fin, más de lo mismo. Se aburre al rato y apaga el aparato, disfrazando su tedio con la repetición de lo que les sucede a otros. Busca el teléfono y pide, tal como se le ha hecho costumbre, comida para llevar. Verosímilmente, puede ser pizza, comida china, carne asada, o empanadas... El sonido del portero lo sorprende a medio camino hacia el baño: llegó la comida y el anónimo repartidor se limita a identificarse con el nombre del menú que trajo. Cuando se abre la puerta, lo saluda y le da la misma propina de todos los lunes (a éste repartidor o a otros, es indistinto). Charlan un rato y, nuevamente, la situación del país aparece como tema general, sin importancia, de compromiso. Se despiden sin mucha parafernalia.
Mientras comía sentado a su mesa, empezó a darle forma a una idea que fue recurrente (y, por qué no, falsa) en su mente durante el último tiempo: "La inseguridad es un tema común; todos dicen que hay un número X de asaltos, de secuestros, de crímenes por hora, o minuto, o día. Yo soy uno de los muchos habitantes de la ciudad, soy una persona común, y nunca me pasó nada. Entonces, debe ser posible calcular cuál es, según la prensa, la probabilidad de que me ocurra algo."
La idea era interesante, un poco altanera y levemente desprovista de noción, pero, de todos modos, se aventuró a la realización. Lavó lo que ensució, tiró la caja de la pizza y se dispuso a comenzar su tarea. Volvió a pasar por el espejo y observó esas mismas decisión y juventud que lo caracterizaran esa mañana. Se sentó a su mesa y empezó con el siguiente procedimiento de división:
Primero, o me atacan, o no me atacan. Esto es un cincuenta por ciento de probabilidades para cada una.
Segundo, si me atacan, lo hacen o con un arma o sin armas. Esto es un nuevo cincuenta por ciento para cada opción
Tercero, si me atacan con un arma...
El tiempo pasaba impertérrito y las opciones, en lugar de agotarse, se multiplicaban. Parecía que ese emprendimiento de lunes a la noche iba a durar toda la eternidad. Mas no fue así. Vio que se asomaba el sol de un nuevo día y notó, no sin desconcierto, que tenía que prepararse para ir al trabajo. Era un hombre metódico, no gustaba de los desbarajustes y nunca había pasado noches de la semana en vela, ni siquiera mal dormido.
Se sentía agotado y desganado. Juzgó, con muchas probabilidades a favor, que su sensación era producto de la noche en vela, y se dijo: "Lo arreglo con un café fuerte y un par de aspirinas." Fue a la cocina, se preparó el café más cargado que lo habitual y lo tomó con apuro. No hubo un cambio en su sensación de cansancio, pero sintió un leve ardor en el estómago, que atribuyó al desacostumbrado exceso. Volvió a pasar enfrente del espejo y se vio ojeroso por la noche en vela, canoso, con arrugas, rutinario e indeciblemente fijo en su movimiento habitual. Entonces, cansado sobremanera, se bañó, se afeitó y se vistió. Partió hacia el estudio, en taxi como siempre, esperando que el tránsito no le depare nada anormal y que el taxista no lo importune sobremanera. Una vez que llegó allí, con la puntualidad sublime que lo caracterizó toda su vida, vio a ese joven muchacho que consideraba con interés.
Visiblemente aspiraba a ser su sucesor en el estudio. Estaba siempre un poco antes de que él llegase. Así que lo saludó, lo felicitó como todos los días y se metieron juntos al edificio. El chico se sumió enseguida en su trabajo. Él, por su parte, se metió a la oficina que le pertenecía desde hacía treinta años. En un fugaz momento de lucidez, entreabrió la puerta, vio al muchacho trabajando con todo el esmero y la aplicación posibles y, no sin cierta malicia, pensó que era una especie de autómata. Cerró la puerta despacio, se volvió a su escritorio y, una vez sentado, se dijo: "Alea jacta est..."