domingo, 6 de diciembre de 2009

Bendita Violencia

Una declinante tarde de domingo elegí pasear por un barrio que no conocía. Me encontraba cerca de un punto en el mapa entre Villa Pueyrredón y Villa Devoto. No recuerdo las razones por las cuales mis pasos me llevaron hasta ese sitio, pero sería ese momento de la tarde que preludiaba una noche deleznable. Estaba un poco hastiado de fatigar veredas que no conocía en pos de algo que me resultara llamativo: todo mi hallazgo fueron unas casas bajas con la promesa de una tranquilidad distante de la Ciudad...
Sin embargo, y para hacer honor a los pocos negocios que encontré abiertos, la cordialidad de todos era enorme, y su buena predisposición superaba con creces (casi podría haberse dicho que era un poco forzada) cualquier trato que me haya sido dado ver. Al principio los intercambios de cortesía me parecían naturales, pues consideraba que eso era simplemente "correcto". Mas, al pasar el tiempo, la candidez no disminuyó y las maneras no cambiaban. Sólo ahora, y quizás ese es el mayor problema de la reflexión, noto que debería haber pensado en lo extraño (llevado propiamente al paroxismo) de la amabilidad de esas personas. A pesar de ello, un dejo de extrañeza no me abandonó en ninguna de las diferentes charlas.
Orillaba la vía de algún tren, por una calle cuyo nombre (Gutenberg) me remitía a Europa y a unos sacerdotes alemanes comiendo papa y tomando cerveza, mientras imprimían la Biblia... Cuando noté que a mi izquierda se abría un camino que llevaba directo a una plaza. No estaría a más de dos cuadras y juzgué que atravesarla sería un buen argumento para mi caminata.
En el trayecto hacia la plaza (luego supe, por medio de una guía de calles, que se llamaba Plaza Arenales) solamente pude ver casas de familia, donde sus ocupantes estaban disponiéndose para una cena que se me antojaba temprana. Una vez en la esquina, y mirando el pequeño parque en diagonal, pude apreciar que el hospital Zubizarreta se encontraba en lo que ideé como la mitad de la base del cuadrado verde. Fue allí, con las tres cuartas partes de una errática diagonal recorrida, entre un par de árboles altos, me interpeló un sujeto muy curioso.
De pies a cabeza: zapatos de vestir negros, bien lustrados; un traje (negro también) de un corte que se revelaba hecho por un sastre y pulcramente planchado; camisa de seda blanca, con botones nacarados; un sombrero de hongo negro, por supuesto y un impermeable al cual no le veía utilidad en ese día. El cuadro lo cerraba un bastón laqueado que llevaba en la mano. Su andar era galante, y sus maneras se me hicieron antojadizamente corteses. Al momento de interpelarme, se acercó hacia mí con mucha cautela y dio inicio nuestra singular charla:
Él:- "Buenas tardes, señor."
Yo:- "Buenas tardes."
Él:- "Me presento: mi nombre es Joaquín, y me dispongo a sustraerle (contra su voluntad y las leyes) cualquier objeto de valor que ataña a mi interés."
A lo cual no pude menos que responder desconcertado:- "Y... dígame, por favor, Joaquín... ¿Qué me movería a permitírselo."
Su explicación me pareció una de las respuestas más ingeniosas que quepan concebirse para una situación semejante:- "Bueno, mi buen señor, eso es sencillo: en este singularísimo lugar se ha conseguido abolir la violencia del modo más efectivo y paradójico; a saber, cada acto que sea visto como violento es castigado con la peor brutalidad que imaginarse pueda y, para preservar las buenas costumbres, hacen otro tanto con la insolencia."
Cediendo a un impulso, decidí continuar el diálogo:- "Debo reconocer que me deja azorado, Joaquín, pero... ¿Por ventura hay, acaso, algún tipo de control que, en medio de éste parque, me evite ser descortés con usted, negarle su pedido y usar la fuerza?"
Joaquín:- "Oh, sí, estimadísimo caballero. No hay posibilidad de escapar al control de la Autoridad. Pareciera que se enteran por el sonido del viento..."
Yo:- "Ya veo... Sea, pues, y tome aquello que considere oportuno. Además, es difícil no acceder a tan considerado pedido."
Joaquín:- "Muchas gracias, noble varón. Lamento más haberle robado su tiempo que su dinero. Tenga usted, nuevamente, muy buenas tardes."
Yo:- "Buenas tardes, Joaquín. Que goce de una fructífera noche."
Seguí mi camino hasta la estación de Devoto. Como Joaquín no sacó ninguna de las monedas que llevaba aleatoriamente en mis bolsillos, pude tomar el tren. Conjeturé que la historia era demasiado inverosímil para la policía y que el hábil ladrón metafísico sólo se quedó con un poco de un tiempo que yo mismo ya creía perdido... El viaje se esfumó en medio de reflexiones sobre cómo desarrollar la trama de una historia inviable.

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