domingo, 4 de octubre de 2009

Acto Reflejo

Se levantó esa mañana, como todas las mañanas desde que consiguiera aquel empleo en el despacho, y empezó a prepararse el desayuno. Usualmente, y desde hace un par de años, se limitaba a tomar un café negro, sentado a una mesa sencilla y leyendo el diario. Era un muchacho joven, ni feo, ni bien parecido, que había terminado la carrera de contaduría precozmente. Pasó por delante de un espejo, que adornaba su pared, y se vio con una nebulosa sombra de barba. Entró en el tocador, se dio un baño, se afeitó y se vistió, apurado como siempre, para estar cinco minutos antes que su jefe, demostrando su intachable puntualidad. Después partió hacia el estudio, vestido con su traje azul, ya medio gastado, y su portafolio de cuero negro, regalo de graduación. Tomose un taxi y, durante los quince minutos que duró el viaje, el conductor y la radio le horadaron la cabeza con el problema de la inseguridad y los cortes de calle.
Al fin en el estudio, y luego de haber sido felicitado por su jefe, ya, un infinito número de veces, empezó su labor de todos los días. Abrazó las cuentas de la empresa con su usual parsimonia y trabajó, sin prisa, pero sin pausa, hasta la hora del almuerzo.
Era lunes. Así que se fue al bar de la esquina y ordenó, como todos los lunes un pedazo de tarta y una gaseosa. En lo que duró el almuerzo (algo así como media hora), el noticiero repasó uno por uno los crímenes cometidos hasta ese momento. Ernesto lo escuchaba con displicencia. Terminado el almuerzo, se vuelve al estudio, demorando los cuarenta minutos reglamentarios, y retorna a su numérica tarea. Llegada la hora de volverse a casa, saluda a todos y parte, tres minutos después que su jefe. La vuelta, también en taxi, es igual que la ida: otro taxista, junto con la radio, departen lecciones sobre el estado actual del país.
Una vez que arriba a su casa, y libre de las no muchas tensiones de su trabajo, se dispone relajarse viendo un poco de televisión. Para matar el tiempo, y como cualquiera que no sabe qué ver, pone el noticiero. Nuevamente ve más inseguridad, más crímenes, más reclamos, más aumentos, en fin, más de lo mismo. Se aburre al rato y apaga el aparato, disfrazando su tedio con la repetición de lo que les sucede a otros. Busca el teléfono y pide, tal como se le ha hecho costumbre, comida para llevar. Verosímilmente, puede ser pizza, comida china, carne asada, o empanadas... El sonido del portero lo sorprende a medio camino hacia el baño: llegó la comida y el anónimo repartidor se limita a identificarse con el nombre del menú que trajo. Cuando se abre la puerta, lo saluda y le da la misma propina de todos los lunes (a éste repartidor o a otros, es indistinto). Charlan un rato y, nuevamente, la situación del país aparece como tema general, sin importancia, de compromiso. Se despiden sin mucha parafernalia.
Mientras comía sentado a su mesa, empezó a darle forma a una idea que fue recurrente (y, por qué no, falsa) en su mente durante el último tiempo: "La inseguridad es un tema común; todos dicen que hay un número X de asaltos, de secuestros, de crímenes por hora, o minuto, o día. Yo soy uno de los muchos habitantes de la ciudad, soy una persona común, y nunca me pasó nada. Entonces, debe ser posible calcular cuál es, según la prensa, la probabilidad de que me ocurra algo."
La idea era interesante, un poco altanera y levemente desprovista de noción, pero, de todos modos, se aventuró a la realización. Lavó lo que ensució, tiró la caja de la pizza y se dispuso a comenzar su tarea. Volvió a pasar por el espejo y observó esas mismas decisión y juventud que lo caracterizaran esa mañana. Se sentó a su mesa y empezó con el siguiente procedimiento de división:
Primero, o me atacan, o no me atacan. Esto es un cincuenta por ciento de probabilidades para cada una.
Segundo, si me atacan, lo hacen o con un arma o sin armas. Esto es un nuevo cincuenta por ciento para cada opción
Tercero, si me atacan con un arma...
El tiempo pasaba impertérrito y las opciones, en lugar de agotarse, se multiplicaban. Parecía que ese emprendimiento de lunes a la noche iba a durar toda la eternidad. Mas no fue así. Vio que se asomaba el sol de un nuevo día y notó, no sin desconcierto, que tenía que prepararse para ir al trabajo. Era un hombre metódico, no gustaba de los desbarajustes y nunca había pasado noches de la semana en vela, ni siquiera mal dormido.
Se sentía agotado y desganado. Juzgó, con muchas probabilidades a favor, que su sensación era producto de la noche en vela, y se dijo: "Lo arreglo con un café fuerte y un par de aspirinas." Fue a la cocina, se preparó el café más cargado que lo habitual y lo tomó con apuro. No hubo un cambio en su sensación de cansancio, pero sintió un leve ardor en el estómago, que atribuyó al desacostumbrado exceso. Volvió a pasar enfrente del espejo y se vio ojeroso por la noche en vela, canoso, con arrugas, rutinario e indeciblemente fijo en su movimiento habitual. Entonces, cansado sobremanera, se bañó, se afeitó y se vistió. Partió hacia el estudio, en taxi como siempre, esperando que el tránsito no le depare nada anormal y que el taxista no lo importune sobremanera. Una vez que llegó allí, con la puntualidad sublime que lo caracterizó toda su vida, vio a ese joven muchacho que consideraba con interés.
Visiblemente aspiraba a ser su sucesor en el estudio. Estaba siempre un poco antes de que él llegase. Así que lo saludó, lo felicitó como todos los días y se metieron juntos al edificio. El chico se sumió enseguida en su trabajo. Él, por su parte, se metió a la oficina que le pertenecía desde hacía treinta años. En un fugaz momento de lucidez, entreabrió la puerta, vio al muchacho trabajando con todo el esmero y la aplicación posibles y, no sin cierta malicia, pensó que era una especie de autómata. Cerró la puerta despacio, se volvió a su escritorio y, una vez sentado, se dijo: "Alea jacta est..."

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